FILI D'AQUILONE
rivista d'immagini, idee e Poesia

Numero 60
marzo 2022

Luna

 

BALAM RODRIGO,
LIBRO CENTROAMERICANO DE LOS MUERTOS

di Carolina Mauriello



La selezione di testi che viene di seguito presentata è tratta da Libro centroamericano de los muertos, secondo volume di una trilogia, grazie al quale Balam Rodrigo vince nel 2018, in Messico, il Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes. In queste pagine l’autore ci propone una raccolta testimoniale di poesie di carattere sociale in cui viene affrontato il fenomeno della migrazione centroamericana attraverso le storie dei migranti, in uno stile caratterizzato dall’intertestualità, visibile negli intrecci della poesia con la cronaca e l’autobiografia. Questa caratteristica contribuisce a rendere Libro centroamericano de los muertos un’opera “palinsesto” in cui il focus principale dell’autore è quello di creare un’opera che sia, allo stesso tempo, anche una testimonianza di eventi realmente accaduti, rafforzata dalla presenza dei frammenti della Brevísima relación de la destrucción de las Indias di Bartolomé de Las Casas e delle opere di altri autori centroamericani.

La struttura di Libro centroamericano de los muertos è molto particolare: si suddivide in cinque sezioni, ognuna dedicata ad un paese dell’America Centrale (Guatemala, San Salvador, Honduras, Nicaragua e Messico) e ognuna separata dalla successiva da un’ulteriore sezione denominata Álbum familiar centroamericano, spina dorsale dell’intera opera, in cui Balam Rodrigo dà spazio a poesie più intime che raccontano la sua esperienza diretta con la migrazione. Le sue poesie, scritte con un tono chiaro, forte ed espressivo, inseriscono l’autore all’interno del panorama della literatura documental e grazie ad esse il lettore è costretto a riflettere su ciò che ogni giorno accade davanti ai suoi occhi senza che se ne renda conto.




POESIE DI BALAM RODRIGO
da Libro centroamericano de los muertos
Messico, 2018


16°07’12.1 “N 93°48’11.7” W - (TONALÁ, CHIAPAS)

Tengo 11 años, ahora y para siempre.

Nací en el Barrio FendeSal de Soyapango,
cerca de San Salvador, pero a mí nadie,
nunca me salvó.

Mi padre fue asesinado por pandilleros de
la Mara Salvatrucha,
le quitaron una soda y una cora; no tenía más
ganaba tres dólares al día en el vertedero.

Yo le ayudaba jalando el carro
y a veces encontrábamos comida
en las bolsas de desechos que llegaban de Metrocentro
y regresábamos contentos a la casa.

Huí de Soyapango con Pablo, de quince años,
mi amigo de la calle.

Quería ser futbolista como yo y jugar
en la Selecta, iríamos a la MLS a probar suerte;
por eso intentamos llegar a Estados Unidos,
donde hay más dólares que pandillas.

En un local de tortas mexicanas,
en Coatepeque, Guatemala, miré en la tele
un bárbaro documental sobre el Mágico González:
jugando para el mejor Cádiz de la historia
le metió dos goles al Barcelona
el año en que nació mi padre: 1984;
lloré de la emoción.

Dos días hasta llegar a la frontera con México;
atravesamos el río y subimos al tren La Bestia
delante de Tecún, en ciudad Hidalgo.

Antes de Arriaga me quedé dormido
y todavía sigo cayendo.

Llevaré para siempre, como el Mágico,
un 11 tatuado en la espalda;
quizá por el número de bolsas en que guardaron,
todo partido, mi cuerpo;
tal vez porque traía puesta la camisa de la Selecta
con la misma cifra o porque la muerte lleva
el 11 infinito de las vías del tren grabado en el vientre.

Antes de caer, Pablo me contó este sueño:

Veía yo a Roque Dalton levantarse de entre los vivos
y venir de nuevo al mundo de los muertos.
A su diestra, el Mágico González driblaba a la muerte
y le hacía la “culebrita macheteada”
pateando cabezas decapitadas de pandilleros cuscatlecos,
haciéndole tremendo caño entre las piernas.
El estadio Flor Blanca estaba lleno, había un velorio inmenso
donde la muchedumbre velaba a todos los migrantes muertos.

Sé que Dios juega a futbol allá en el cielo.
Pero aún no quiero estar en su equipo.

Me quedaré esperando en la banca
hasta que me llamen, sonriendo,
mi amigo Pablo y el Mágico González
para jugar con ellos.


16°07’12.1“N 93°48’11.7” W - (TONALÁ, CHIAPAS)

Ho 11 anni, adesso e per sempre.

Sono nato nel Barrio FendeSal di Soyapango,
vicino San Salvador, però a me nessuno,
mai mi ha salvato.

Mio padre è stato assassinato dai membri della
Mara Salvatrucha,
gli hanno rubato una cola e uno spiccio; non aveva altro
guadagnava tre dollari al giorno alla discarica.

Io lo aiutavo a portare il furgone
e a volte trovavamo cibo
nelle buste di rifiuti che arrivavano dal Metrocentro
e tornavamo contenti a casa.

Sono fuggito da Soyapango con Pablo, di quindici anni,
il mio amico di strada.

Voleva essere un calciatore come me e giocare
nella Selecta, saremmo andati in MLS a tentare la sorte,
per questo abbiamo provato ad arrivare negli Stati Uniti,
dove ci sono più dollari che gang.

In un negozio di tortas mexicanas,
a Coatepeque, Guatemala, ho visto alla tv
uno straordinario documentario sul Mágico González:
che giocava per il miglior Cádiz della storia
fece due goal al Barcellona
nell’anno in cui nacque mio padre: 1984;
ho pianto dall’emozione.

Due giorni per arrivare alla frontiera col Messico;
attraversato il fiume siamo saliti sul treno La Bestia
verso Tecún, a Ciudad Hidalgo.

Prima di Arriaga mi addormentai
e ancora continuo a precipitare.

Porterò per sempre, come El Mágico,
un 11 tatuato sulla schiena;
forse per il numero di buste in cui hanno infilato
completamente smembrato, il mio corpo;
forse perché indossavo la maglia della Selecta
con la stessa cifra o perché la morte porta
l’11 infinito dei binari del treno inciso sul ventre.

Prima di cadere, Pablo mi ha raccontato questo sogno:

Vedevo Roque Dalton resuscitare dai vivi
e tornare nel mondo dei morti.
Alla sua destra, El Mágico González scartava la morte
con un dribbling
calciando teste decapitate di criminali salvadoregni,
facendogli un tunnel sensazionale tra le gambe.
Lo stadio Flor Blanca era pieno, c’era un funerale immenso
in cui la folla vegliava su tutti i migranti morti.

So che Dio gioca a calcio lassù in cielo.
Ma non voglio ancora giocare nella sua squadra.

Aspetterò in panchina
finché non mi chiameranno, sorridendo,
il mio amico Pablo e il Mágico González
per giocare con loro.


CARLOS

Recorríamos el camino a La Finquita saltando el cadáver largo de las vías del tren.
Era el tiempo de secas, cuando los árboles de guanacastle
erguían la sombra corpulenta que aplastaba nuestros pasos
y las huellas del ganado en las veredas
hacia el potrero de Tomasón.

Había en el aire un encendido olor a agua podrida
y las hojas en la ribera del río Vadoancho
semejaban esqueletos de peces cámbricos
tendidos en la playa con su piel de clorofila
y escamas color sepia que se descarnaban en los meandros
junto a los fermentados higos de los grandes amates,
delicia vegetal para el mordisco del sol.

Exmilitar, salvadoreño, Carlos sembraba postes de madera
en las lindes de nuestro terreno;
tenía los ojos inyectados por hondas raíces rojas.

Recargado en un árbol de mandarina china,
fumaba un grueso tocón de mariguana
y parecía un marino vietnamita quemando la tea de sargazos
que brillaba en el erizo negro de su boca.

“No le digan a su padre, ustedes nunca fumen esto”.

Levantaba el peso de los troncos cubiertos de diesel
que hacían las veces de horcones y los hundía en las axilas del suelo;
luego las rellenábamos de tierra y piedras;
al terminar, clavábamos las grampas y el alambre de púas
en la cara externa de aquellos mástiles:
pentagrama de espinosos cables donde las notas vivas
y emplumadas de los pájaros se posarían por las tardes
para escribir, en su algarabía, música de guanacastles.

Carlos fue el primero en decirnos el nombre de aquella canción
que pulsaba con necedad en la consola:
Hotel California, dijo.

No sé por qué, pero no le creímos.

Cuando estaba en casa, casi no hablaba o muy poco.
Se quedaba en algún rincón del patio,
haciendo fantasmas de tabaco, pensando.

Antes de marcharse le dejó a mi padre unas gafas negras, como de luto.
Fueron las primeras que usé para vencer al sol de Soconusco.

Meses después, Carlos regresó a la casa, ya en tiempo de agua,
vestido de vaquero, con los ojos más pequeños, más rojos
y más llenos de raíces que antes.

Trabajaba de guarura con uno de los mafiosos del pueblo.

Entró a la casa callado, ausente, para tomar café;
olía a sudor, a velorio, a humo de mariguana.
“¿Cómo les va en el colegio, muchachos?”
Bien, Carlos, bien.

Hubiéramos querido que siguiera trabajando para mi padre,
pero el sargazo de la yerba y una mejor plata
lo llamaban con una voz más poderosa y profunda, incluso,
que sus tribulaciones o el hambre.

Sabíamos que rumiaba la tristeza de sus crímenes de guerra,
que fumaba verde para aletargar el odio y el dolor del corazón.

Nunca volvimos a verlo; no supimos si lo asesinaron
o lo mató el tren, como él quería, o si pudo, finalmente,
hospedarse en el Hotel California, bajo un cardumen
de águilas gringas volando en círculos sobre su cabeza.

Dicen algunos que lo mataron los narcos;
otros que sigue preso en la cárcel.

Ojalá Carlos haya montado en el tren de la tarde
y descendido a las puertas de su hotel
para luego enrollar en sábanas de papel cebolla
su largo hachón de mariguana,
y así, en hondas bocanadas de niebla,
fumar a nuestra salud hasta desatar los nudos del odio,
del hambre, y ese agudo alambre de púas
que le ahorcaba la fruta podrida del corazón.


CARLOS

Attraversavamo la strada per La Finquita scavalcando il lungo cadavere dei binari del treno.
Era periodo di secca, quando gli alberi di guanacastle
innalzavano l’ombra corpulenta che calpestava i nostri passi
e le orme del bestiame sui sentieri
verso il recinto di Tomasón.

C’era nell’aria un odore acceso di acqua putrida
e le foglie sulla riva del fiume Vadoancho
ricordavano gli scheletri dei pesci cambriani
distesi sulla riva con la pelle di clorofilla
e squame color seppia che si scarnivano nei meandri
insieme ai frutti fermentati dei grandi ficus,
delizia vegetale per il morso del sole.

Ex militare, salvadoregno, Carlos piantava pali di legno
ai confini del nostro terreno;
aveva gli occhi iniettati da profonde radici rosse.

Appoggiato a un albero di mandarino cinese,
fumava un grosso mozzicone di marijuana
e sembrava un marinaio vietnamita mentre bruciava una torcia di sargassi
che brillava sul riccio nero della sua bocca.

“Non lo dite a vostro padre, voi non fumatela mai”

Alzava il peso dei tronchi ricoperti di gasolio
che servivano da sostegno e li affondava nelle ascelle del terreno;
poi li riempivamo di terra e pietre;
e infine, inserivamo i morsetti e il filo spinato
nella parte esterna di quei paletti:
pentagramma di cavi spinosi dove le note vive
e piumate degli uccelli si sarebbero posate nelle sere
per scrivere, nel loro clamore, musica di guanacastle.

Carlos fu il primo a dirci il nome di quella canzone
che suonava stupidamente alla radio:
Hotel California, disse.

Non so perché, ma non gli credemmo.

Quando era a casa, parlava molto poco o quasi mai.
Rimaneva in qualche angolo del cortile,
a fare fantasmi di tabacco, a pensare.

Prima di andarsene, lasciò a mio padre degli occhiali neri, come in segno di lutto.
Furono i primi che usai per vincere il sole di Soconusco.

Mesi dopo, Carlos tornò a casa, nel periodo delle piogge,
vestito di jeans, con gli occhi più piccoli, più rossi
e con più radici di prima.

Faceva la guardia del corpo per uno dei mafiosi del paese.

Entrò in casa silenzioso, assente, per prendere un caffè;
puzzava di sudore, di funerale, di fumo di marijuana.
“Come va a scuola, ragazzi?”
Bene, Carlos, bene.

Avremmo voluto che continuasse a lavorare per mio padre,
ma il sargasso dell’erba e una paga migliore
lo chiamavano con una voce più potente e anche più profonda,
che i suoi affanni o la fame.

Sapevamo che rimuginava sulla tristezza dei suoi crimini di guerra,
che fumava erba per mandare in letargo l’odio e il dolore del cuore.

Non lo abbiamo più visto; non sapemmo se fu assassinato
o se lo ammazzò il treno, come lui voleva, o se riuscì, finalmente,
a soggiornare nell’Hotel California, sotto uno stormo
di aquile gringhe che volano in cerchio sulla sua testa.

Alcuni dicono che l’hanno ammazzato i narcos;
altri, che è ancora in carcere.

Spero che Carlos sia salito sul treno della sera
e sceso davanti alle porte del suo hotel
per poi rollare in fogli di carta velina
il suo lungo spinello di marijuana,
e così, in profonde boccate di nebbia,
fumare alla nostra salute fino a sciogliere i nodi dell’odio,
della fame, e questo aguzzo filo spinato
che gli strangolava il frutto marcio del suo cuore.


25°46’27.3 “N 103°15’43.2” W - (FRANCISCO I. MADERO, COHAUILA)

Los cielos masacraron a la luz, que está deshilachada
y en colgajos – fósiles estrellas decapitadas –
desmembrada a ras de cielo.
Así nosotros, desperdigados en el desierto,
la ropa salpicada entre arbustos y espinales,
flores de informes corolas, desteñidas.
Los elementos descarnan lo que queda;
en balde y lejanas, las plegarias.
Nos secuestraron en la estación de buses
de Torreón, Coahuila, a plena luz del día
racimos de jóvenes sicarios, bárbaros de AK-47
con la violencia maquillada por la blancura del polvo,
humanos carniceros con filo de rutina en la sangre.
A golpes y tablazos, a los hombres; con palos y dolor,
a las mujeres; nos arrancaron números y dientes
para llamar a nuestra gente, extorsionarlos
a miles de kilómetros, más allá de nuestra ruina.
Pasto seco, sol sin aire, zopilotes en círculo
resguardan nuestras cabezas. Abandonados
y encogidos en la incandescencia del frío,
morimos de dolor, de sed, a veces de hambre;
y seguimos con las manos juntas, encintados
de pies y quijadas, la lengua enroscada
como víbora seca. Arriba, la luz descuartizada
y su cadáver, túmulos de estrellas en rotación.
En las montañas de Santa Rosa de Copán, Honduras,
tierra mía, florecen las orquídeas. En esta zanja
crecen enjambres de moscas sobre mi carne azul.
El cielo, para siempre es negro.


25°46’27.3 “N 103°15’43.2” W - (FRANCISCO I. MADERO, COHAUILA)

I cieli massacrarono la luce, ora sfilacciata
e in lembi – fossili stelle decapitate –
smembrata a rasocielo.
Così noi, dispersi nel deserto,
i vestiti sparsi tra arbusti e rovi,
fiori dalle corolle informi, scolorite.
Gli elementi spolpano ciò che resta;
vane e lontane, le preghiere.
Ci rapirono alla stazione degli autobus
di Torreón, Coahuila, in piena luce del giorno,
grappoli di giovani sicari, selvaggi con gli AK-47
e la violenza nascosta dal biancore della polvere,
umani macellai con lama d’abitudine nel sangue.
A suon di colpi e mazzate agli uomini; di bastonate e dolore
alle donne; ci strapparono numeri e denti
per chiamare la nostra gente, ricattarli
a migliaia di chilometri, oltre la nostra rovina.
Paglia secca, sole senz’aria, avvoltoi in cerchio
difendono le nostre teste. Abbandonati
e rattrappiti nell’incandescenza del freddo,
morimmo di dolore, di sete, a volte di fame;
e continuammo con le mani giunte,
caviglie e mascelle nastrate, la lingua arrotolata
come una vipera stecchita. In alto, la luce squartata
e il suo cadavere, tumulo di stelle rotanti.
Sulle montagne di Santa Rosa de Copán, Honduras,
terra mia, fioriscono le orchidee. In questa fossa
crescono sciami di mosche sopra la mia carne blu.
Il cielo per sempre nero.


FALLECE EN HOSPITAL MUTILADO POR LA BESTIA

Oteando hacia el norte, aquí tirado en jirones,
recién parido de La Bestia, me llega un olor a hibiscos,
un olor a bisbiseantes flores, las que mi abuela
cortaba en Matagalpa, Nicaragua.


MUORE IN OSPEDALE MUTILATO DA LA BESTIA

Scrutando a nord, qui, fatto a brandelli
appena partorito da La Bestia, mi arriva un odore di ibiscus,
odore di fiori sibilanti, quelli che mia nonna
raccoglieva a Metagalpa, Nicaragua.


9°35’29.9 “N 99°09’03.3” W - (TULTITLÁN, ESTADO DE MÉXICO)

En vida me llamé Walter. Y heme aquí, con mis huesos blanqueando
el basurero municipal de Tultitlán, Estado de México.
Crucé medio México y su odio entero montado en La Bestia,
y a veces a pie, sin respiro, para seguir mi sueño:
escapar de la cuota serial de las pandillas y comprar con dólares
algunos trastos y una estufa para mi madre.
Jamás llegué, truncaron mi destino. Ahora no tengo descanso ni sepulcro.
Sólo espero el día de la resurrección para levantarme,
a la luz de la luna nicaragüense, y tener una muerte mejor.
Sería feliz si mi madre hiciera nacatamales y nezquizara
el maíz en su fogón. Pero sé que no llora por el humo.
Allá en Managua otro estará con mi mujer; uno más le tatuará mis hijos.
No muy lejos de aquí, mis asesinos calzan mis zapatos, visten mis ropas;
policías municipales con más saña y más rabia que la de las pandillas.
Arriba, las máquinas trituran lo poco que queda de mis huesos.
y un chucho mastica sin descanso mis últimos tendones.
Dejé un breve recuerdo en el albergue del padre Alexander:

“aquí estuvo Walter, originario de Managua, Nicaragua, C.A.”

Y aquí sigo.


19°35’29.9 “N 99°09’03.3” W - (TULTITLÁN, ESTADO DE MÉXICO)

In vita mi chiamavo Walter. E ora eccomi, con le mie ossa che biancheggiano
nella discarica municipale di Tultitlán, Estado de México,
Ho attraversato mezzo Messico e tutto il suo odio a bordo de La Bestia,
a volte a piedi, senza respiro, per inseguire il mio sogno:
scappare dall’imposta delle gang e comprare coi dollari
alcuni mobili e una stufa per mia madre.
Non sono mai arrivato, hanno stroncato il mio destino. Ora non ho pace né sepolcro.
Aspetto solo il giorno della resurrezione per svegliarmi
con la luce della luna nicaraguense, ed avere una morte migliore.
Sarei felice se mia madre preparasse i nacatamales e cuocesse
il mais sul braciere. Ma so che non piange per il fumo.
Lì a Managua qualcun altro starà con mia moglie e lascerà il segno nei miei figli.
Non lontano da qui, i miei assassini calzano le mie scarpe, indossano i miei vestiti;
polizia municipale più accanita e rabbiosa delle gang.
In cima, le macchine triturano il poco che resta delle mie ossa
e un cane mastica senza sosta ciò che resta dei miei tendini.
Ho lasciato un piccolo ricordo nell’albergo di padre Alexander:

“Walter, originario di Managua, Nicaragua, C.A. è stato qui”

E qui rimango.


Traduzione dallo spagnolo di Carolina Mauriello




Balam Rodrigo
è nato nel 1974 a Villa Comaltitlán, Chiapas (Messico), una città a pochi chilometri dalla frontiera con il Guatemala. Il suo nome, Balam, in lingua maya mochó (o Qatok), significa “giaguaro” e deriva dal Popol Vuh, il grande libro cosmogonico della regione di Chiapas, una raccolta di miti e leggende dei vari gruppi etnici che abitarono la terra Quiché. È poeta e narratore ma è anche laureato in Biologia presso la Facoltà di Scienze dell’UNAM, nonché diplomato in Teologia Pastorale e insegnante di istituzioni del settore sanitario in materia di bioetica, religioni e tradizioni della morte in Messico. Ha coordinato laboratori di lettura e creazione di poesia in varie istituzioni del Paese, ha scritto diversi articoli divulgativi, cronache, racconti, saggi e poesie. È stato membro del Sistema Nacional de Creadores de Arte nel periodo che va dal 2013 al 2016 ed è vincitore di numerosi premi statali e nazionali di poesia, tra cui figura i Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes, il premio di poesia più importante di tutto il Messico. Parte della sua opera è stata tradotta in francese, inglese, polacco, portoghese e zapoteco. Il fatto di non aver studiato letteratura gli ha permesso di essere un lettore libero in termini di ricerche estetiche e di farsi permeare dalle varie tradizioni messicane.


carolina.mauriello@hotmail.it